Era un domingo de primavera. Madrugó, ansioso de mañana. Se duchó, mientras tarareaba alguna canción de radiofórmula. Se vistió, perfumó, acicaló. Se fue a desayunar. Y mientras hacía todo esto, sentía que algo faltaba, que el cotidiano desorden del mundo era aún mayor aquel día. Se examinó entonces, buscando aquella falta o algún detalle que impidiese la plenitud que tácitamente habían acordado, desde tiempos inmemoriales, el domingo y él.
Absolvió a la tostada, no parecía culpable, tan bien untada como estaba. Es más, se diría que en ella la armonía de la mantequilla y la mermelada era total. Ni un grumo podía vérsele. Repasó entonces su calzado, pero solo encontró nudos que para sí quisiera el marinero más experimentado. Miraba y no veía nada, pero la sensación seguía estando ahí. Cierto era que desde su asiento en el salón veía los platos y cubiertos del día anterior. Estaban sucios, como el resto de la cocina. Pero tenía la extraña certeza de que si, por mágicos poderes, se limpiasen en un abrir y cerrar de ojos, seguiría aquella ausencia.
Un frenazo seco se oyó en la calle. Sonaron pasos en la escalera y algo se deslizó por debajo de la puerta. Él comprendió. En unos segundos la angustiosa sensación había desparecido, dejando un domingo perfecto. Se rió para sus adentros, qué tonto he sido. Cogió el periódico y los ojos se le salieron de las órbitas, como un niño ante un caramelo gigante.
*En mi defensa quiero hacer constar que este relato está escrito bajo los efectos de una contundente resaca.
jueves, 24 de enero de 2008
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2 comentarios:
Me parece un relato muy "glande". Un poco autobiográfico, ¿no? jeje
¿Autobiográfico? Por favor... ¿Desde cuando me gusta leer a mí el periódico? Jeje.
Me alegro de que pases por aquí. Un saludo, Pelopo.
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