Le tocaba morir a Mazzonni. El sicario era joven, pero no inexperto. Es probable que en sus escasos veinte años de vida ya tuviese más de cincuenta baños de sangre. Un solo bautizo. Luego, funerales. No es la mejor vida. Por eso se ahogaba en whisky. A mí se me hacía raro verlo así: con los manos sobre la cabeza, relajado. Su seña de bulldog, de perro de presa, era no alejar las manos de su Walther P38, una nueve mílimetros que hacía las veces de amante entregada. Tu pistola es como tu falo, hay que saberla manejar. A él no le suponía ningún problema, había aprendido a disparar mucho antes que a cascársela.
Al sitio le llaman la cuadra. No me preguntéis por qué. Quizá porque ha visto pasar a ninfómanas desbocadas como yeguas a cambio de gramos. Aquel día todo era más sutil. En la mafia también hay nobleza. Y parte de ella estaba allí.
Yacía en el suelo, las balas le habían perforado el cráneo pero había menos sangre de lo habitual. Su asesino se alegró de no tener que cambiarse de ropa al llegar a casa.
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