sábado, 8 de septiembre de 2007

Por qué dirigirse a la nada

El último cementerio que pisé estaba en la costa de Irlanda, en un pueblecito de pescadores, cerca de Dublín. Era un lugar plácido, situado en una loma que permitía, gracias a su altura, tener un vista privilegiada.

Paseabas entre lápidas, viendo el mar y escuchando su oleaje (era un día ventoso). Notabas como el salitre llegaba hasta ti . Y no se escuchaba nada más, sólo el mar.

He recordado todo aquello hoy, mientras leía a Manuel Hidalgo. Un artículo delicioso, que me ha transmitido muy bien las sensaciones que se tienen en un cementerio. Las prisas dejan de existir, la calma te habla de la irrelevancia de todo aquello que parece relevante. Se acccede a las sensaciones esenciales: la respiración, el calor o el frío, la conciencia, la verdad de la vida (que no es otra que la de la muerte).

Pero ha habido algo más. Leyendo, en puro extásis lector, he tenido la sensación. La que de repente te ilumina y paras de leer; fascinado por que te parece tremendamente extraño lo que siempre te ha resultado normal. Y me he preguntado entonces: ¿Por qué tenemos esa extraña manía de enterrar a los muertos? ¿De hablarles, de rezarles?

Cuál es el para qué, la finalidad, de un cementerio. Por qué necesitamos del rito. Qué sentido tiene el entierro. Qué clase de locura es capaz de levantar las pirámides, los panteones romanos.

Es cierto que, como decía Borges, tan increíble es la idea de que uno viva después de muerto, como lo es la de que desparezca para siempre. Una y otra, difíciles de asumir.

Sin embargo, después de leer a Camus, un cementerio me resulta tan extraño como me lo resulta el hecho de estar vivo. Dos sinsentidos: por qué vivir, por qué hablarle a los muertos; que en realidad sólo son uno: por qué dirigirse a la nada.

Quizá el único sentido que tienen la vida y la muerte esté apuntado al principio de este post, y no sea otro que el de brindarnos lugares tan maravillosos como los cementerios.

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